Fuera de foco, experimentando la migración
Durante varios meses he traído en mente el tema de la migración revoloteando muchas ideas, hoy por fin decidí sentarme y tratar de darles forma y claridad.
Hace cuatro años y medio salí de mi país con las maletas llenas, el corazón en pequeños trozos y la vista fija en un futuro incierto que empezaría a construir de la mano del hombre de quien me enamoré. Tomar esta decisión no fue nada fácil y ahora que lo veo en retrospectiva me doy cuenta de que no tenía ni la más remota idea del tamaño de la decisión que estaba tomando, en ese entonces pensaba un tanto egocéntricamente, creía que lo más duro sería estar lejos de mi familia, extrañarlos continuamente, perderme las fiestas familiares y las comidas los domingos; pensaba en cómo la distancia podría debilitar mis amistades, esas que se construyen y mantienen mediante largas pláticas, risas desorbitadas, la narración de las mismas anécdotas una y otra vez y alguna que otra lágrima de desahogo. Pensaba en la tristeza que sentiría y en los nuevos retos que enfrentaría pero no profundizaba en el dolor que le provocaría a los demás al partir, porque ese era mucho más doloroso para mí.
La realidad es que cuando alguien decide emigrar no es capaz de ver “la fotografía completa”, si la viéramos, probablemente no lo haríamos. Hace algunos años narré en otro texto como se vive fuera de la patria con un tipo de hueco, es un vacío que nunca se llena, los momentos felices se disfrutan, pero siempre hay algo en el interior que nos recuerda lo bello que sería compartirlo con quienes tanto amamos y se encuentran lejos. No es que no seamos felices, es que lo somos de otro modo, de una forma un tanto incompleta, aprendemos a vivir así, a manejar las ausencias, los recuerdos y la melancolía o tal vez simplemente nos queremos convencer de que es otra forma de felicidad.
Pero hay muchos factores que hacen de la migración un reto de dimensiones poco imaginables, para quien nunca ha vivido fuera de su pueblo, ciudad, país o continente puede ser bastante difícil empatizar con esta sensación de ser un tipo de extraterrestre que baja a un mundo desconocido y debe empezar de cero a construir una nueva vida y más allá de eso, a construirse a sí mismo en esa nueva sociedad, porque esa es una de las partes de la migración de la que poca gente habla, esa desintegración del ser que se produce cuando uno llega a otro país. Esto me recuerda al personaje de una película de Woody Allen (Desmontando a Harry, 1997) interpretado por Robin Williams, es un hombre que está todo el tiempo fuera de foco, es decir, la gente lo ve borroso y esto se debe al fuerte debilitamiento y conflicto existencial por el que está pasando, creo que así es como me he sentido gran parte del tiempo desde que llegué a vivir a Suiza. Puede sonar bastante exagerado, pero la realidad es que cuando llegas a otro país estás dejando atrás la percepción social de tu persona porque en este nuevo lugar nadie te conoce, no saben nada sobre tu historia de vida; tus metas cumplidas, tus momentos más felices, tu cultura, tu educación, tus experiencias. Por supuesto que tampoco tienen conocimiento sobre tus errores, fracasos, fallas, lo que puede ser una ventaja, un nuevo comienzo en el que si se ha aprendido de los tropiezos se vale reivindicarse. Esta carencia de información sobre nuestros antecedentes más personales también borra un poco nuestra identidad, no quiere decir que la perdamos, simplemente no existe en este nuevo lugar, la llevamos en nuestra “maleta” invisible a la cual sólo nosotros mismos tenemos acceso.
Al principio, esa personalidad que hemos construido a lo largo de nuestra vida y que es muy característica de quienes somos socialmente, se desvanece y debemos reconstruir una nueva, por supuesto que queremos adaptarnos e integrarnos a la nueva sociedad en la que vivimos, por eso es tan difícil mantenerse fiel a quienes somos o éramos en nuestro país, porque las culturas son diferentes, la gente es distinta y su comportamiento social varía mucho, al menos ese es mi caso viniendo de una sociedad mexicana cálida, que habla fuerte, que reacciona efusivamente y mueve todo su cuerpo para comunicarse a una que es altamente civilizada, respetuosa del espacio y tranquilidad de otro, silenciosa y poco expresiva. ¡Hasta el tono de voz con el que hablamos y hablan es completamente diferente!
Primero, intentaba hablar lo menos posible, tratar de mantener un perfil bajo y ser como ese personaje de la película de Allen, un tanto fuera de foco para tratar de pasar desapercibida, es decir, empezar a ser alguien quien no soy, callada, que habla bajo y que omite dar su opinión.
Y así es como sutilmente empieza el doblegamiento de la personalidad y este proceso se ve acelerado cuando hay diferencia en las lenguas, hablar otro idioma complica todo porque aún y cuando hables el idioma del país que ahora habitas eso no significa que puedas expresarte como lo haces en tu lengua materna, el idioma es fundamental en la comunicación y en la expresión de quienes somos. Se mide en cada pequeña derrota que precede cuando contamos un chiste que nadie entiende y que pierde totalmente su gracia en la explicación y en el intento por traducirlo, esas expresiones mexicanas que nuestra pequeña mente regional nos hace creer que son universales no tiene significado fuera de nuestro entorno. Uno de mis momentos favoritos en la serie de televisión “Modern Family” es cuando el personaje latino interpretado por Sofía Vergara le dice en inglés a su esposo estadounidense: “¿Sabes lo inteligente que soy en español?” ¡Me siento completamente identificada! Es la inteligencia, la gracia, nuestra personalidad completa que se ve sobrepasada por un idioma que no nominamos como el materno y que no nos permite ser quienes somos. Mis chistes no tiene gracia en alemán, los refranes que aprendí de mi abuelas pierden significado y dar mi opinión sobre temas serios tiene una dificultad de examen de grado el cual tengo que intentar aprobar por lo menos una vez a la semana. Y esto es sólo un lado de la moneda, lo mismo pasa a la inversa cuando todos se carcajean de bromas que no comprendo.
La lengua es parte de nuestra identidad y esta también se guarda en un cajón y se ve reemplazada por una nueva con la que intentamos ser fieles a quienes somos, difícil tarea.
Me he dado cuenta de que las diferencias culturales y el idioma han afectado profundamente la persona que soy en este país, con esto no quiero decir que no me guste quien soy aquí, simplemente no soy yo, se siente un poco falsa y a la vez contenida. Los que me conocen (en mi hábitat natural, es decir México) saben que hablo fuerte, grito con frecuencia, muevo las manos y hago expresiones faciales al comunicarme y que mi lenguaje “florido” es en gran parte quien soy, bueno pues imagínense esa nueva yo hablando alemán, tratando de medir su gesticulación y bajar el tono de mi voz para que no me callen o me envíen una mirada matadora en el autobús.
Los espacios en los que podemos comunicarnos en nuestra lengua materna se convierten en parte fundamental de los que hemos emigrado, nos permiten ser quienes somos, dejar fluir nuestra esencia, evitar explicar el chiste y reír a carcajadas sin temor a ser limitados o llamar demasiado la atención. Además, enriquecen nuestra experiencia porque no sólo nos relacionamos con mexicanos/as, nuestro idioma es hablado en tantos países que el bagaje es inmenso y aunque distinto, sigue siendo más similar comparado al del país al que migramos.
Muchas de mis amigas hispanohablantes alguna vez han comentado que a ellas les ha ayudado el hecho de tener hijos para crear lazos más fuertes en el país de residencia, sus hijos pertenecen a ambas culturas, a la que se dejó atrás y a la que se habita, son la cuerda que las une a ambas y que de alguna manera también fuerza un poco y acelera la integración. A través de sus hijos hacen familia en este país en el que antes no la tenían, admiro su fuerza y determinación para educar a sus hijos el amor por su país de origen, su cultura y su lengua. Personalmente no estoy en esa situación lo que me deja esa tarea monumental de adaptación e integración sin cuerda de enlace aunque debo reconocer que tiene también sus beneficios.
El ámbito profesional es otro camino extenso y difícil por recorrer, aún y cuando el mundo globalizado presenta grandes ventajas a la hora de validar los estudios hechos o experiencias recopiladas en nuestro país de origen esto no significa que sean igualadas, al menos en este país se sigue dando una preferencia marcada a las personas que realizaron sus estudios aquí y que tienen por lengua materna la(s) oficial(es). Para los que llegaron hace varios años (más de 10) la situación era diferente, las exigencias no eran tan altas y era más fácil acomodarse en ámbitos laborales con la experiencia y los estudios que traían de su país de origen, esto ha cambiado, los requisitos son difíciles de cumplir, a veces tiene que ver con deficiencias sistemáticas que nos les permite – o no quieren- entender, los nombres de los estudios son otros, las relaciones de estudios de las licenciaturas y maestrías son diferentes pero no quiere decir que nos hagan menos capacitados para determinados empleos. A veces tengo la sensación de que existe la idea de que mis títulos valen menos por haberse realizado en una universidad del tercer mundo y aunque supongamos que así fuera, ¿no estaríamos en igualdad de condiciones las personas que han estudiado por 3 años en una universidad suiza y yo que he estudiado por 8 años en una universidad mexicana? Pues según nuestros recibos de nómina no lo estamos. Las oportunidades no son igualitarias y eso lo debemos entender desde el principio si no queremos sentirnos frustrados tras cada rechazo y puerta que se cierra, con esto no quiero decir que dejemos de intentarlo, quiero decir que nuestra paciencia y resiliencia tienen que ser mayores.
Hace poco leí en un artículo publicado por Swiss Info que las mujeres inmigrantes calificadas en suiza tiene una mayor capacitación profesional que las mujeres suizas y al mismo tiempo tienen menores oportunidades, lo cual me parece lógico partiendo de la idea de que no dominemos el idioma, pero cuando esta no es la causa principal, entonces nos enfrentamos a un problema, la revista digital describió como “deficiente la integración laboral de las migrantes calificadas en Suiza” lo que me hace pensar que no se trata entonces de mi mera opinión.
Cuando llegué a Suiza fui muy afortunada y a los 3 meses ya estaba trabajando en una escuela privada que ofrece cursos muy variados, yo me incorporé al área de la enseñanza de idiomas, he trabajado muy satisfecha hasta ahora por el simple hecho de que me encanta dar clases, sin embargo aspiro a tener mejores prestaciones laborales, un mejor horario de trabajo y por supuesto más horas laborales que incrementen mis ingresos, fue entonces que me topé con pared, ser candidata para trabajar en una escuela oficial no es nada fácil, básicamente después de 8 años de estudios y 20 años ejerciendo como maestra de español no son suficientes, hasta donde he podido investigar, requiero de un certificado de una institución educativa suiza, ya que los puestos laborales en educación están regulados por el estado. Esto significa que tendría que estudiar alrededor de 2 años más para obtener ese título. Es difícil asimilarlo, creí que había estudiado lo suficiente y que contaba con experiencia laboral que me respaldarían en la búsqueda de un nuevo empleo, pero no es así, ahora tengo que decidir si estoy dispuesta a estudiar (en alemán) e invertir económicamente aún más en mis estudios para poder aplicar para las vacantes que se abran en el área de la enseñanza del español en instituciones oficiales. Mi segunda opción es estudiar una segunda maestría en español o en lingüística española, lo que implica también una inversión de tiempo y dinero, aunque me permitiría hacerla en mi lengua materna.
Así es como mis apostilles y viajes extras a la ciudad de México para hacer todos esos largos y engorrosos trámites de validez internacional de documentos no me han ayudado demasiado a mejorar mi desarrollo profesional por estas tierras a pesar de este mundo globalizado.
Por el momento, trato de seguir disfrutando de mi trabajo y de ser agradecida por lo que tengo.
Así es, emigrar no es nada fácil, emocionalmente es muy desgastante, físicamente hasta el cerebro se cansa de tratar de seguir las conversaciones en alemán suizo y ese hueco que deja la ausencia no se llena con nada. Me he preguntado muchas veces si quiero vivir así, con esa felicidad incompleta que deja la lejanía y es una pregunta muy difícil de responder, puede ser que haya emigrado por amor, por salir de mi zona de confort, por explorar algo nuevo y enriquecerme de ello, pero ahora que vivo fuera de mi hermoso país me doy cuenta también del grado de temor e inseguridad en el que vivía allá, esa vulnerabilidad en la que nos encontramos todo el tiempo que se normaliza y se vuelve parte de nuestra vida, imperceptible, invisible pero siempre presente. Entiendo que quienes me leen y siguen allá me pueden sentir bastante exagerada y creo que eso pasa precisamente por esa normalización de la rutina violenta en la que vivimos, no tiene porque ser normal ver carteles de personas desesperadas buscando a sus hijos e hijas cada día de nuestra vida, no, no lo es y no debería de ser así, no tendríamos porque vivir cuidando todo el tiempo nuestras pertenencias, pensando en donde ponemos la bolsa de mano al subirnos al carro o mirar a nuestro alrededor inseguras antes de abrir la puerta de la casa o del carro temiendo que alguien pudiera atacarnos o asaltarnos, me niego a vivir así y esto es algo que concienticé hace mucho años, alguna vez lo dije en voz alta y creo que es la principal razón por la que emigré del país que tanto amo y por la que tal vez sigo aquí. He experimentado la ventaja de vivir en un entorno seguro y eso adquiere un valor extremo cuando se viene de países peligrosos. Al principio me costó muchísimo vivir sin miedo y sin precauciones innecesarias, me despertaba por la madrugada y entraba en ataques de pánico al ver que mi marido no había vuelto a casa, lo llamaba desesperada rogando que respondiera para asegurarme de que no hubiera sido secuestrado, asaltado, golpeado, detenido injustificadamente o cualquier otro escenario fatalista que pudiera cruzar por mi mente. Aún lucho conmigo misma por caminar de noche sola y no sentir miedo, por no apresurar el paso o mirar constantemente si hay alguien detrás de mi. Es cuando te das cuenta de lo profundamente instalado que está el miedo en nuestro organismo, es parte de nosotros y ni siquiera nos damos cuenta.
Diariamente hago un ejercicio mental para entender que aquí esos miedos son infundados, que no tengo porque seguir viviendo así, que puedo relajarme y andar sin temor, me ha costado mucho y he tenido varios logros y también retrocesos, y ahora me cuestiono si estaría dispuesta a vivir así otra vez y evado esos pensamientos porque no quiero responderme, me niego a pensar que no viviría de nuevo en México por evitar acostumbrarme nuevamente al temor, trato de poner en una balanza todas las miles de ventajas que tengo allá, pero la inseguridad pesa y pesa mucho. No tengo una respuesta a mis cuestionamientos y creo que en el corto plazo no la tendré, así que intento vivir con ese hueco que deja la ausencia y con la paz que brinda la seguridad hasta que pueda tomar una decisión, aunque al omitir decidir ya estoy decidiendo.
Amo profundamente a mi país, a su gente, su cultura, su comida, sus millones de cualidades y defectos, vivir fuera a veces nos hace idealizarlo aún más, pero también nos ayuda a comprender a todos los millones de migrantes en el mundo que dejan su patria buscando una vida mejor, no quiere decir que no duela o que no queramos nuestro país, quiere decir que queremos vivir aún mejor, ¿lo conseguimos? Allí está el dilema.
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