Luciérnagas
Es uno de esos momentos simples, en los que decides sentarte
a la orilla de una banca a contemplar lo que te rodea. Es una zona rural,
envuelta por campos de maíz, húmeda y
delimitada por sus lagos y bosques. Es algo nuevo para mi, hay un porche típico
de película estadounidense, con su baja cerca blanca marcando el espacio
habitable, colores tenues y olor a madera vieja. Es de noche, absoluta obscuridad me abraza,
puedo sentir el fresco viento tocar mi cuello y susurrar casi imperceptibles
silbidos. Escucho el movimiento del follaje, de las miles de hojas cubriendo
los árboles, percibo ese olor que sólo puedo denominar como “el de la
naturaleza” y me entrego a mí, a mis pensamientos. Momentáneamente me distraen
unas diminutas luces que aparecen y desaparecen en cuestión de segundos. ¡Me
siento emocionada como una niña! Mi corazón palpita y siento una felicidad
difícil de describir, son luciérnagas. Nunca antes había presenciado un
acontecimiento natural como éste, son cientos de ellas encendiendo y apagando
su minúscula pero hermosa luz. He escuchado miles de historias sobre ellas, las
puedes meter en un frasco y utilizarlas como pequeñas lámparas, si se estrellan
con algún objeto explotan como si fueran enormes insectos, si las tomas en tu
mano son tan feas, que nunca creerías lo bellas que se ven al iluminarse.
Prefiero quedarme con la imagen que me regalan, esta absoluta obscuridad las
deja mostrar lo mejor de ellas, son tan pequeños puntos de luz en medio de la
nada, se levantan brillantes desde el suelo y se apagan al haber alcanzado poca
altura, se reencienden, y desaparecen.
A veces me pregunto, ¿por qué dejamos pasar estos momentos encerrados entre cuatro paredes? Creo que, nos enfrentan a nosotros mismos, la soledad nos obliga a escuchar nuestros propios pensamientos y en ocasiones no es sencillo. Ahora, estoy rodeada por miles de insectos de todo tipo, también es parte de las gracias de la naturaleza, aunque, debo reconocer que, esta parte me desagrada. Mi mejor táctica es encender un cigarro y tratar de ahuyentarlos. No funciona, claro, se deben tomar medidas más extremas, apago la luz del porche y entonces, estoy inmersa en una obscuridad absoluta, inquietante, no estoy segura de tener los ojos abiertos. Los sentidos se agudizan, puedo escuchar las alas de los insectos, sus movimientos cercanos a mis orejas, puedo sentir su pequeño aleteo cerca de mi sensible piel. Mi primer instinto me pide encender la luz, pero me obligo a mantenerme sentada allí, en esa pequeña banca rodeada por la obscuridad -y los insectos voladores- con la certeza de que aprenderé algo nuevo.
A veces me pregunto, ¿por qué dejamos pasar estos momentos encerrados entre cuatro paredes? Creo que, nos enfrentan a nosotros mismos, la soledad nos obliga a escuchar nuestros propios pensamientos y en ocasiones no es sencillo. Ahora, estoy rodeada por miles de insectos de todo tipo, también es parte de las gracias de la naturaleza, aunque, debo reconocer que, esta parte me desagrada. Mi mejor táctica es encender un cigarro y tratar de ahuyentarlos. No funciona, claro, se deben tomar medidas más extremas, apago la luz del porche y entonces, estoy inmersa en una obscuridad absoluta, inquietante, no estoy segura de tener los ojos abiertos. Los sentidos se agudizan, puedo escuchar las alas de los insectos, sus movimientos cercanos a mis orejas, puedo sentir su pequeño aleteo cerca de mi sensible piel. Mi primer instinto me pide encender la luz, pero me obligo a mantenerme sentada allí, en esa pequeña banca rodeada por la obscuridad -y los insectos voladores- con la certeza de que aprenderé algo nuevo.
Es el momento de ser absolutamente honesta, sí estoy sentada
en medio de la nada, rodeada de la obscuridad y las maravillas de la
naturaleza, me acompañan pequeñas luces voladoras y tengo sobre mis piernas a
mi querida “lap top” con conexión a internet y el “Whatsapp” en línea. Creo,
que después de todo, sigo siendo esa chica de ciudad en medio de extensos
campos de maíz.
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