Los trozos de mí
Ahí estaba, sentada a su lado, bastaron sólo pocas pero
firmes palabras para que viera como caían a mi alrededor miles, tal vez
millones de pequeñas piezas. Sorprendida, me levanté y caminé lentamente, con
cierto miedo a desmoronarme, hacia el espejo. Revisé cuidadosamente mi rostro,
mis orejas, el cuello, todo parecía dentro de la normalidad, sin embargo,
sabía, sentía que algo no estaba bien. Miré hacía el piso y observé como
seguían cayendo pequeños, casi diminutos pedazos de mí. Me acerqué, tomé
algunos, eran como pequeñas piezas de cerámica, similares a las que caen cuando
una muñeca antigua se rompe en trizas. No había diferencia en sus tonalidades,
eran prácticamente iguales y entonces me invadió una ansiedad terrible, no
podía comprender de dónde provenían. Toqué mis piernas, mis brazos, mi pecho y
todo estaba completo. Intenté olvidar por un momento esas millones de piezas y
repasé, tal vez, 7 veces las palabras que me dijo con cierta inseguridad, pero
con la certeza de saber lo que quería. Fue entonces cuando cayeron de nuevo y a
mayor velocidad otros cien o tal vez doscientos pedazos más sobre el frío piso.
A partir de esa noche, y continuando cada día, mañana,
tarde, madrugada, percibía como, de pronto, caían pequeños trozos de mí, los
escuchaba caer, su sonido era similar al de los trozos de vidrio que caen
suavemente. Al principio, traté de recuperarlos y mantenerlos juntos en una
especie de caja, luego entendí que era imposible seguir con mi vida
pretendiendo juntar cada pieza que caía. De alguna forma, me acostumbré al
sonido de su caída y el encuentro con el suelo y seguí mi vida. Debo reconocer
que, en ocasiones, me detenía a observar las piezas, alejaba la mirada del piso
y continuaba tratando de no darle importancia. Otra veces se me ocurría que,
tal vez en el futuro necesitaría de esas piezas, -¿para qué?- Me preguntaba.
Temía encontrarme en ese momento en el que quisiera haber reunido todas las
piezas, pero comprendía que sería imposible hacer mi vida si me dedicaba a recolectarlas,
además, ¿dónde las guardaría? Y ¿por cuánto tiempo?
Curiosamente, algunos días caían grandes cantidades de estos
pequeños trozos de mí y otros olvidaba por algunos momentos lo que sucedía ya
que dejaban de caer. Traté de definir un patrón, es decir, ponía atención en las
circunstancias en las que esto sucedía, por ejemplo: cuando estoy en el trabajo
caen muchos menos pedazos, pero cuando me encuentro escuchando la radio caen
más y a mayor velocidad. ¡No tenía ningún sentido!
Una noche fresca de otoño, decidí sentarme bajo la luna y
saqué de aquella caja de madera las primeras piezas que cayeron de mí. Las
observaba con cuidado, cada una por separado tratando de explicarme lo que
sucedía, pero no obtuve ni una pista.
Con el paso de los días, semanas, meses, me di cuenta de que
cada vez perdía menos piezas al andar, en ocasiones era casi imperceptible su
caída y su tamaño también había disminuido. Fue entonces cuando pensé: lo que
sea que esté sucediendo va a parar. Y entonces, obtuve la primera pista, ¡es
cuestión de tiempo! Me dije a mí misma en un tono de revelación y alegría.
Algunas veces me sentía avergonzada al pensar la posibilidad
de que los demás percibieran como dejaba trozos de mí al andar, para
cerciorarme me acerqué a quienes quiero, ellos respondieron darse cuenta,
incluso en ocasiones, se inclinaban para recoger alguna. Para otros, era un
acontecimiento imperceptible, es más, me miraban con un rostro de angustia y
desconcierto cuando los cuestionaba sobre el tema. Segunda pista, no estaba
enloqueciendo, sí sucedía.
Desconozco cuantos días habrán pasado, pero hoy reconocí que
ya no abandonaba más trozos de mí al andar. En primer lugar me sorprendí y
después, traté de definir desde que momento había dejado de ocurrir, pero me
fue imposible, simplemente, había cesado.
Hay ocasiones en que, cuando nuestro interior se rompe lo
hace de una vez y sin aviso, otras, va dejando pequeños avisos con la intención
de hacernos saber que caminamos sin caminar, vemos sin ver, sentimos sin sentir
y lloramos sin lágrimas.
Sí, perdí miles, tal vez millones de pequeños trozos
de mí al andar. Después de algunas noches estrelladas y lunas llenas, comprendí
que no los necesitaba, de alguna forma mi cuerpo y alma se purificaban, dejaban
tras mis pasos todo aquello que era inútil llevar para entonces, enfocarse en
mí, sólo en mí.
Hoy por hoy, no escucho más ese suave y hasta chistoso
sonido de las piezas de porcelana al caer, hoy, escucho mis pasos, a veces
firmes, a veces huecos y en ocasiones como si usara un tacón de aguja, pero su
sonido, cualquiera que éste sea, me mantiene extasiada. ¡Es el mejor sonido que he escuchado en mucho tiempo!
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